Chile no es un país clasista

Carpincho Atómico
11 min readApr 19, 2021

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Chile: país atravesado por desigualdades. Quién podría negarlo. A los indignos niveles de desigualdad económica, que nos ubican entre las sociedades más desiguales del mundo al nivel de los países más pobres de África, es necesario sumar las inequidades que persisten a nivel de género, territorial, étnico y un largo etcétera que no hace falta recordar. Decía Branko Milanovic, uno de los economistas más citados de los últimos años, que en Chile la clase alta vivía como la clase alta alemana, mientras los pobres tenían un estándar de vida similar al de sus pares en Mongolia[1]; otro académico, José Gabriel Palma, demostraba cómo nuestra oligarquía “se premia” con una porción de ingreso muy superior a la de países desarrollados[2]; nuevos datos revelaban que el Gini para ingresos de capital alcanza un nada respetable 0,87 en el país[3]. A propósito del estallido social, claro. Y si a la obscena desigualdad material sumamos las desigualdades culturales y simbólicas que persisten, el panorama se vuelve francamente desolador. Es verdaderamente un milagro que una sociedad tan segregada y con élites tan aisladas de la mayoría de la población, que registra un grado de desigualdad superior al del Imperio Romano[4], haya soportado tantos años sin desfondarse socialmente.

Hasta ahí la historia como se relata usualmente. Todo lo dicho es rigurosamente cierto. Quizás algunos agregarían que el crecimiento económico sostenido y la innegable ampliación del consumo contribuyó a mantener la paz social, hasta que el modelo extractivista tocó techo y los nuevos profesionales chocaron con las gruesas paredes de concreto que protegen los dominios de la élite decimonónica. No faltarán, igualmente, quienes nieguen todo y afirmen que Chile no es en realidad tan desigual, o que la desigualdad disminuyó considerablemente en los últimos treinta años (hecho rigurosamente desmentido por análisis hechos en base a datos tributarios[5]) o que la desigualdad tiene algún misterioso efecto positivo que nuestra sociedad no ha logrado descubrir. Pero las diferencias son tan patentes que negarlas o minimizarlas es, a esta altura, caer en el ridículo.

Con todo, es en el juego hermenéutico donde se establecen los contornos del debate público respecto a la desigualdad. El traslado de la realidad material a conceptos inteligibles, desafío permanente para las sociedades humanas y las élites culturales que alimentan su léxico, no es en ningún caso un proceso trivial. Esto no se debe a que (como repite majaderamente un segmento de la izquierda liberal-progresista) el lenguaje sea capaz de crear “realidades”, sino que el lenguaje en sí mismo es la expresión de los equilibrios de poder en la estructura económica: el resultado de la negociación de intereses contrapuestos en una sociedad capitalista. El papel de la superestructura (en contraposición a la base, que es donde ocurre la vida material), lo sabía Althusser[6], ha sido proveer de aparatos ideológicos que sean capaces de reproducir las relaciones sociales de producción favorables a la clase dominante. No porque en los últimos años la izquierda occidental haya fijado excesivamente su atención en luchas culturales (el “giro cultural” de Vivek Chibber[7]) significa que estas pertenezcan, dentro de la etapa actual del capitalismo, a una esfera propia escindida de las condiciones materiales de existencia.

La forma en la cual muchas personas (siguiendo a ciertos referentes establecidos de la opinión progresista) se refieren a las desigualdades se enmarca necesariamente en aquella dialéctica. Un lugar común, especialmente para aquellos que se han visto expuestos a la avalancha conceptual de la teoría interseccional, es identificar al “clasismo” como problema, equiparándolo así al racismo, machismo, “colorismo”, “capacitismo” y la habitual lista de agravios sociales compilada por quienes buscan “resistir” ante “todas las formas de opresión”. Otros han ido más lejos, hablando derechamente de “disidencia de ingreso” o “disidencia socioeconómica”. En ello coinciden con cierto discurso hegemónico de la transición, que instaló el problema del “clasismo” en la discusión pública como sucedáneo ante la desarticulación del conflicto de clase que había llevado al quiebre de la democracia décadas atrás. Mi planteamiento es diferente. En Chile no hay clasismo: no hay una discriminación arbitraria contra la gente de menores ingresos que sea en sí misma productora de desigualdad. Al contrario, la discriminación existente es el producto directo y necesario de las relaciones existentes a nivel de la estructura productiva. Hay dominación de clase y estructuras que reproducen la injusticia, entre las cuales está el desprecio cultural y el maltrato, pero que constituyen un fenómeno social completamente diferente al clasismo. En este breve texto intentaré explicar el sentido de mi posición al respecto: como siempre, más parecido a una corriente de conciencia que a un ensayo o artículo de carácter académico, absolutamente opinable y abierto a cualquier tipo de discusión en el marco del respeto.

Hay una razón por la cual los socialistas han considerado siempre a la clase como una cuestión diferente al resto de las identidades socioculturales que configuran relaciones de opresión. No se trata meramente de nostalgia, “materialismo ingenuo” (naïve materialism) o un desprecio solapado al resto de los ámbitos de interacción y relaciones sociales. Es que, simplemente y en términos estrictos, la clase no es una identidad. El objetivo de las reivindicaciones identitarias es reconocer a los diferentes grupos en su diversidad y lograr que aquellas diferencias no sean un lastre para el desarrollo de las personas que han debido cargarlos, como ha sucedido durante la mayor parte de la existencia humana. En cambio, a diferencia del género, el color de piel o la herencia cultural, la clase social no es una característica inmutable que necesite ser visibilizada y reconocida en un plano de igualdad ante su contraparte aventajada (hombres, caucásicos, heterosexuales, “cisgénero”, cristianos, etcétera; en este caso, la clase alta). La desigualdad de clase es el producto de una decisión política consciente que puede ser revertida en cualquier instante, no una construcción sociocultural abstracta. Es, a la vez, más fácil y más difícil de abordar: conocemos perfectamente los mecanismos necesarios para eliminar tales desigualdades de cuajo, pero avanzar la causa en la práctica es un proceso increíblemente complejo y lleno de ambivalencias, como cualquier socialista de la época actual puede reconocer.

Hablar de “clasismo” es, en otras palabras, una manera de reificar (Lukács) las relaciones sociales de producción existentes bajo el modo de producción capitalista: las convertimos en posiciones inmanentes, ajenas a la intervención humana y que, ante todo, dependen de nuestro “reconocimiento” y nuestro “respeto”. El racismo es un problema (y un problema gravísimo) porque muchos no reconocen igual dignidad entre personas de distinto origen étnico-racial. El problema de las clases sociales es muy diferente: no se trata de “reconocer a las distintas clases” ni de brindarles un espacio de igualdad en cuanto clases sociales. Por el contrario, se trata de abolir la realidad material que se constituye como clase: esto es, el capitalismo. Ser de origen caucásico no es ni debe ser considerado mejor que ser afrodescendiente o indígena, pero es imposible aplicar la misma lógica al conflicto de clase. Ser pobre es peor que ser rico. Los pobres deben recibir un trato diferente. Ninguna familia de bajos ingresos quiere que sus descendientes continúen viviendo en la pobreza. Es una realidad de la que todos quieren escapar, y con razón. Un pobre avergonzándose de su condición e intentando salir de la pobreza por todos los medios posibles no es lo mismo que un sudafricano intentando pasar por blanco en tiempos del apartheid, ni la Monja Alférez vistiéndose de hombre para escapar a las restricciones que le imponía la vida religiosa. La pobreza es indigna, ser pobre es vivir en una situación indigna, no es “igualmente digno de respeto” tener bajos ingresos que residir en un sector acomodado.

El problema, dice Walter Benn Michaels (a quien debo la inspiración de este texto), no es que hayamos abordado por fin las desigualdades culturales que han corroído a nuestras sociedades durante siglos. El problema es que, bajo la etapa actual del capitalismo, hemos comenzado a abordar políticamente las diferencias socioeconómicas como si fuesen diferencias culturales. “Ahora se nos pide ser más respetuosos de la gente pobre y dejar de pensar en ellos como víctimas, dado que tratarlos de esta forma sería paternalista en tanto les niega su ‘agencia’”[8] (p. 19). Y si, siguiendo la argumentación de Benn Michaels, podemos dejar de pensar en los pobres como personas a quienes les falta dinero y comenzar a pensar en ellos como “sujetos de derecho” en cuanto pobres, el problema deja de ser la pobreza en sí y comienza a ser “el trato” que le damos a ella. Y como la pobreza es un término relativo (mientras haya desigualdad habrá, de una u otra forma, pobreza), podemos entonces centrar nuestra atención en darles un trato digno por medio de la eliminación del “clasismo”.

Benn Michaels ofrece otro ejemplo: ciertas áreas del trabajo académico e investigación social han comenzado a tratar a la pobreza como si fuese una condición inmanente similar a la raza o el género. Existe en cierta intelectualidad la idea de que debe valorarse la producción artística en contextos de pobreza o marginalidad socioeconómica. En algún sentido esto es certero, pero fundamentar la investigación social en un concepto abstracto de pobreza es caminar por el filo de la navaja. “Cuando insistimos en que la literatura ‘de la clase oprimida’ tiene un valor distintivo en sí misma y que, como críticos literarios, hemos obrado mal al invisibilizar tales obras, no solamente estamos contribuyendo a ignorar sino que a terminar con la idea de desigualdad, no mediante la eliminación de la privación sino que negando que aquella posición objetivamente inferior sea, efectivamente, una posición inferior [que debe ser eliminada en cuanto tal]”[9] (p. 200).

De acuerdo a Daniel Bernabé, “es imposible deshacerse de la clase social”. Si un activista de la disidencia sexual es de clase trabajadora, escribe Bernabé, no podrá ir a los mismos lugares, ni tener acceso a los mismos bienes o servicios, “tirará de bocadillo [colación] antes que de menú del día en su jornada laboral y pagará impuestos con una declaración simple, sin recurrir a ingeniería fiscal o paraísos fiscales. Es más, posiblemente tenga más probabilidades de sufrir una agresión homófoba en un barrio convencional que en una zona residencial. Mientras que comparte con su comunidad de orientación sexual algunas facetas de su vida, algunos momentos, comparte con su clase todo el resto material de su existencia, aunque no lo perciba así. No se trata de que tenga que renunciar a su identidad gay, sino que debería reconocer su identidad de clase si es que quiere hacer frente a muchos problemas de su vida”[10] (p. 144). La clase social, a diferencia de la identidad, es un grupo transversal que se define por sus intereses económicos, los cuales son contingentes: es decir, los de mañana pueden ser distintos a los de hoy. En cambio, un afrodescendiente no dejará nunca de ser afrodescendiente, y buscar la ruptura de aquel determinismo nos acercaría más a Josef Mengele que a Nelson Mandela. Equiparar circunstancias tan disímiles es, además, un regalo para la clase dominante: luchar “contra todas las opresiones” significa necesariamente disolver el potencial transformador de la acción política, y abordar la desigualdad de clase de la misma forma que el resto de las “luchas” implica reducir esta a su dimensión puramente cultural en los términos que se ha expuesto antes.

Debe notarse, empero, que la diferencia entre desigualdades materiales y cultural-simbólicas (como toda dicotomía en el análisis social) no es taxativa. Las luchas de género, por ejemplo, tienen un componente material incuestionable, al punto que el mismo Marx se refería a la división del trabajo familiar como el origen histórico de la propiedad privada y la desigualdad en las sociedades[11]. El capitalismo puede ser abolido sin necesidad de que las cargas de trabajo dejen de estar distribuidas arbitrariamente por sexo, y sin que las mujeres dejen de ser agredidas en la calle o en las relaciones de pareja, y es lógico (e inmensamente valorable y digno de respaldo) que ellas se rebelen contra eso. Sin embargo, (salvo que adoptemos la posición deconstruccionista radical según la cual no existe diferencia objetiva alguna entre hombres y mujeres) una mujer no es diferente de un hombre en el mismo sentido en que un pobre es diferente de un rico. Parece una obviedad, pero no es en absoluto baladí, y reconocerlo tampoco implica privilegiar un campo de acción sobre el otro sino comprender que las modalidades de lucha no son homologables.

Así las cosas, hoy la idea de “clasismo” existe como un fantasma inaprensible, diluyendo la injusticia material en cánones de inequidad cultural que no amenazan el fundamento mismo del poder y la sociedad de clases. Claro que es preferible hablar de “clasismo” a no hablar de la desigualdad socioeconómica en absoluto. Pero hay que tener muy claro que los términos del debate han sido el resultado de una negociación espuria y sumamente desventajosa para las clases subalternas. Ya lo decía el joven Marx: “Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono con ello; por eso, en cuanto dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica, se comprende de suyo que lo hagan en toda su extensión, y, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como productores de ideas, que regulan la producción y distribución de las ideas de su tiempo; y que sus ideas sean; por ello mismo, las ideas dominantes de la época”[12]. El modo de producción determina la vida política, social y espiritual, no al revés. Hablar del “clasismo” como problema social no es otra cosa que una válvula de escape para aquello que hemos dejado de lado: la concentración de la propiedad, las enormes prerrogativas del capital financiero y la oligarquía globalista, y la propiedad privada de los medios de producción.

El corolario de todo lo expuesto es que Chile no es un país clasista. No, al menos, en el mismo sentido en que es machista o racista. Es un país donde las personas de clase alta tienen respecto a las personas de clase baja exactamente la actitud que se supone que deben tener: una de desprecio, violencia simbólica y maltrato cotidiano. En el momento en que las posiciones socioeconómicas se igualen, todas esas actitudes dejarán de tener sentido: un rico ya no podrá rechazar a un postulante por venir de la periferia (no habría jefes), no podrá restregarle sus bienes (estarán accesibles para todos por igual) ni podrá hacer gala de su formación cultural superior (se ofrecerá a todos el mismo nivel de instrucción). Seguirán existiendo tensiones y diferencias, por cierto, pero ante la desaparición de la base económica que las sustentaba, estas también irán perdiendo progresivamente su razón de ser.

El “clasismo”, de esta forma entendido, no puede ser abolido sin abolir el capitalismo porque las actitudes que lo configuran como fenómeno independiente están intrínsecamente vinculadas al modo de producción actual. Un socialista jamás diría que el problema de la sociedad es el “clasismo”, porque la violencia de clase existirá siempre mientras existan las clases sociales. No hay que reconocerlas en su diversidad, no hay que visibilizarlas en su realidad cotidiana, hay que terminar con ellas de una vez y para siempre.

[1] https://www.bbc.com/mundo/noticias-52915848

[2] Palma, J. G. (2019). Behind the Seven Veils of Inequality. What if it’s all about the Struggle within just One Half of the Population over just One Half of the National Income?, Development and Change, 50(5), pp. 1133–1213

[3] Solimano, A. (2018). Estrategias de desarrollo económico en Chile: Crecimiento, pobreza estructural y desigualdad de ingresos y riqueza. En D. Calderón y F. Gajardo, Chile del Siglo XXI: Propuestas desde la Economía, pp. 63–86. Santiago: Fundación Heinrich Böll.

[4] Scheidel, W., y Friesen, S. (2009). The Size of the Economy and the Distribution of Income in the Roman Empire. JRS, 99, pp. 61–91.

[5] Atria, J., Flores I., Sanhueza C., y Mayer R. (2018). Top Income in Chile: A Historical Perspective of Income Inequality (1964–2015). WID.world, Working Paper 2018/11.

[6] Althusser, L. (1988). Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Buenos Aires: Nueva Visión.

[7] Chibber, V. (2017). Rescuing Class from the Cultural Turn. Catalyst: A Journal of Theory and Strategy, 1(1), pp. 27–55.

[8] Benn Michaels, W. (2006). The Trouble with Diversity: How We Learned to Love Identity and Ignore Inequality. Nueva York: Metropolitan. Traducción propia.

[9] Ibídem.

[10] Bernabé, D. (2018). La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora. Madrid: Akal.

[11] Marx, K., y Engels, F. (1974). La ideología alemana. Crítica de la novísima filosofía alemana en las personas de sus representantes Feuerbach, B. Bauer y Stirner y del socialismo alemán en las de sus diferentes profetas. Barcelona: Grijalbo.

[12] Marx, K. (1859). Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política. Disponible en https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/criteconpol.htm

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Carpincho Atómico

Aspirante a polímata de las ciencias sociales. Intento pensar una izquierda fuera de los cánones preestablecidos. Soy menos serio de lo que parezco, en serio.